Vivimos en una época nueva, una época de incertidumbres. Las obligaciones morales casi han desaparecido por completo y las que quedan se confunden unas a otras a través de los medios. Existen tantas fuentes de información que uno ya no sabe qué es lo correcto, la mayoría de nosotros, de hecho, comprende que NO EXISTE UN CAMINO CORRECTO, sino que cada uno te lleva a un lugar diferente.
Hay quien elige no ver esta variedad, quienes se centran en un sólo camino, el que, por influencia, han tenido más cerca, que es más fácil de tomar.
Hay quien ve con claridad todos estos caminos y elige uno conociendo perfectamente cada una de las posibilidades que se abren ante si. Mentes preclaras, personas activas y decididas que entienden cada uno de los pasos a seguir.
Otros, en cambio, no ven ningún camino, pero los imaginan. Y estas personas tienen el poder de hacer cada una de las puertas, que imaginan se abren ante sí, realidad.
Por último están las personas que, como yo, ven unos caminos, imaginan otros y son incapaces de decidir si tomar uno real o uno imaginario.
Ambos caminos están ahí, y, de hecho, no son dos sino miles. Hay que tomar una decisión y a medida que pasa el tiempo se cerrarán las puertas y cada día costará más volver a abrirlas.
Ante esta variedad a veces se siente miedo, un miedo atroz que te inmoviliza. Un pánico que te hace creer que cualquier decisión será la equivocada y te llevará a la más profunda de las tinieblas. Una vez superado el miedo se siente poder, libertad: se abre ante tí la posibilidad de hacer cualquier cosa, y si algo no funciona siempre habrá otro camino para tomar. Por último la realidad se apodera de tu visión, el camino de baldosas amarillas se convierte en una carretera asfaltada. Tus necesidades se convierten en las de la mayoría y cada vez tienes más claro qué puerta abre tu futuro. La convención, a la que tanto llamaba en mis noches de pánico, al fin se hace con mi vida.
Me puedo revelar... pero, ¿quiero?